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Tres Artículos sobre la Escuela de Madrid

| viernes, 22 de mayo de 2009

Tres artículos, disponibles en la fotocopiadora, publicados en Arquitectura Bis (nº 23-24 julio-septiembre de 1978) y recomendados en la bibliografía sobre la Escuela de Madrid.

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Un Paseo por la Castellana
Antón Capitel


UN PASEO POR LA CASTELLANA DE VILLANUEVA A «NUEVA FORMA» Por Antón Capitel arqto. Los arquitectos como cuerpo cultural, como superestructura, elaboran propuestas y teorías, piensan intervenciones y planes cuyo reflejo en la realidad suele ser escaso, pero tanto más intenso, claro es, cuanto más cerca del poder económico, más en su nombre hayan pensado y propuesto. Entre la ciudad real, pues, y la cultura de los arquitectos se establece generalmente sólo una analogía. Los arquitectos construyen sobre el papel no tanto el proyecto de la ciudad real como una «ciudad análoga». Así, desde la guerra civil hasta los primeros años 50 se construyó en Madrid una elaborada ciudad análoga. Su gran gestor fue Pedro Muguruza, primer Director General de Arquitectura, y ella quedó bien expresada, ya que no en la realidad, en la Revista Nacional de Arquitectura y en la Revista «Gran Madrid». A través de la primera se expuso toda la sistemática, la teoría y las piezas, las arquitecturas con las que se quiso que la ciudad fuera compuesta. La segunda da fe del proyecto de gran intervención, el principal ejemplo en el que todo ello se pondría a prueba: Madrid, que como capital de la Nación y del régimen debía transformarse en el «Gran Madrid», en el deseado paradigma. Fue Comisario de Ordenación Urbana de Madrid Pedro Muguruza, primero, y Francisco Prieto Moreno —su sucesor como director general—, después. Y siempre fue el autor el equipo formado por Pedro Bidagor Lasarte, Director de la Oficina Técnica que elabora el plan de 1941 que, no aprobado hasta el 46, fue luego parcialmente construido, puesto en duda por sus propios autores, transformado, y, finalmente en 1961, sustituido. Si la Revista Nacional de Arquitectura es interesante para percibir y comprender la arquitectura de estos años en cuanto sus páginas forman la «ciudad análoga» compuesta por las contribuciones de muchos arquitectos en la configuración de una especie de proyecto común, la revista Gran Madrid es más clara. En primer lugar porque publica parte del plan del 41 en el que tipo y trazado, arquitectura y plan, pretendían ser partes inseparables de la ciudad como hecho físico de conjunto. Y en segundo lugar porque refleja cómo al hacerse realidad, al irse construyendo a lo largo del tiempo dicho plan, aquellos extremos concebidos como inseparables se escinden completamente. El plan del 41, basado en el del 29, ordena el territorio de Madrid incluidos extrarradios y suburbios. En lo que fue mecanismo de conversión del suelo, generador de plusvalías, fue utilizado. Pero todo le que pretendía controlar, limitar tal generación fue pasado por alto. Y entre los elementos de control —voluntariamente pensados así o no— estaba la arquitectura con la que se pensaba que el plan se concretase. Dos fueron los sectores principales en los que se entendió la arquitectura complemento inexcusable del plan. Uno era la cornisa de la ciudad hacia el río Manzanares que, como fachada de Madrid, debía adoptar la obligada figuración escurialense y clasicista que, como es bien sabido, fue elegida para expresar su condición de capital. Las intervenciones oficiales permiten entrever todavía hoy ese intento, aun a pesar de lo contradictorio de algunas actuaciones privadas. Pero la zona más ambiciosa, cuanto que como en el plan del 29 se reconocía la decisiva por ser la que estructuraba el principal crecimiento de Madrid, era la Avenida del Generalísimo, la prolongación de la Castellana desde los Nuevos Ministerios. Aquí fue donde arquitectura y plan se unificaban en una intencionada configuración fielmente reflejada en la maqueta que se hizo del sector. Un aire metafísico presidía aquel extremo orden, aquel académico equilibrio que presentaba la ciudad como si ya estuviera hecha, a edificio y trazado como elementos inseparables. Esta fue la más elocuente expresión de la ciudad análoga de los años 40. Análoga también porque nunca fue construida, nunca fue real. Los años 50 marcan la transición del franquismo y, con él, de la cultura de los arquitectos. En esos años la Revista Nacional pierde su condición de soporte de la ciudad análoga de la década anterior —al tiempo que el plan de la Avenida del Generalísimo va siendo modificado— y adquiere paulatinamente el carácter típico de órgano de una agrupación profesional. «Gran Madrid», por su lado, hace la crónica de aquellas modificaciones. La primera revista marca un hito en un número del año 61 (1). En él, a propósito de un artículo de Banham, polemizan algunos arquitectos. Fernández Alba, titulado reciente, realiza el primer fuerte ataque que en aquella revista se hace contra la posición de los años 40 en un escrito que protagoniza la polémica. En una actitud ya indefensa, Luis Moya escribe allí representando el antiguo sistema. Otro número de 1964 (2), dedicado a «25 años de arquitectura española», es realizado por completo por Antonio Fernández Alba. Con su interpretación liquida las arquitecturas de los años 40. —cuya exposición, a través de algunas fotos y dibujos, parece existir únicamente para evidenciar su carácter chocante y anacrónico— y consagra, en las páginas de la misma revista que había sido su soporte, un modo de entender la historia y la crítica que, en sustitución del antiguo, será durante algunos años prácticamente canónico. Lo que visto desde aquel número queda ahora claro es el cambio fundamental que se producía en la hegemonía de la cultura de los arquitectos, y como ésta pasa a ser protagonizada por la actitud y la generación que Alba representa. En efecto, desde entonces en Madrid, dicha generación monopoliza la cultura arquitectónica hasta llegar a identificarse casi con ella misma. Pero no lo hará tanto a través de la revista Arquitectura, como desde otra que comienza en 1967: Nueva Forma. Ella será el auténtico vehículo de esta generación, de gran difusión en la Escuela. Los nombres son bien conocidos: Fernández Alba, Sáenz de Oíza, Fullaondo, Corrales y Molezún, Higueras y Miró. Habrá otros, pero estos son, sin duda, los principales. Entre sus obras, los escritos e interpretaciones de Fullaondo, los artistas plásticos que frecuentemente los acompañan, los maestros, culturas y posturas críticas que se valoran, surge, vago y difuso, quizá, pero intenso, una especie de «gran proyecto»: otra ciudad análoga poco a poco alzada como alternativa. Pero, ¿alternativa a qué? ¿Qué hilo común era capaz de ligar a aquellos arquitectos? En principio tan sólo uno: su condición de modernos, su entendimiento de la arquitectura como una cuestión de avance figurativo, de experimentación formal. Y, con ello, su alejamiento de la realidad. Pues configuraron su opción, su «ciudad análoga», como alternativa a la ya derribada de los años 40. Fullaondo lo confirma en una conferencia en la que, polemizando con Bohígas, habla de ellos mismos como la «Escuela de Madrid», definiéndola por oposición al «equipo de Madrid», el de Muguruza y Bidagor. Con ello se sitúa en la misma condición que aquel equipo tuvo. Porque los que construyeron Madrid —y lo seguían construyendo— eran principalmente otros, ni el «equipo» ni la «Escuela». La avenida del Generalísimo vuelve a ser el lugar capaz de explicarlo. Allí, modificado el plan, Muñoz Monasterio, Perpiñá y otros nombres más desconocidos y ocultos, estaban de hecho construyendo la ciudad. Y ésta era ya —y es— moderna, radicalmente moderna. Pero Nueva Forma, comparándose con fantasmas, realizando experiencias formales, hablando de cultura artística, no pareció reconocerlo así. O, al menos, no les interesó el tema. Y si hay una ciudad en España donde un sólo elemento urbano se acerque a la idea de ciudad análoga construida, convertida en realidad; donde una larga calle haya sido capaz de sintetizar el conjunto de la cultura arquitectónica y de las distintas intervenciones urbanas a lo largo del tiempo para ofrecerlo como la mejor imagen que la ciudad puede dar de sí misma, esta ciudad es Madrid, y el elemento urbano la larga Avenida que desde Atocha hasta el nudo de La Paz, toma distintos nombres, el más expresivo de los cuales es el de Paseo de la Castellana. Él es una apretada síntesis del Madrid de los siglos XIX y XX, una crónica fiel de lo que los arquitectos fueron capaces de destilar desde su cultura para ser ejecutado, transformado en ciudad real. Él siglo XIX dejó notorios testimonios en ella aún cuando su importancia era todavía de orden menor. A principios del XX, a pesar de la fuerte competencia que ejercía la calle de Alcalá (y su duplicación en la Gran Vía) como eje tradicional ordenador de Madrid, la Castellana adquiere ya una gran entidad urbana. A partir de los años 30 la decisión de su prolongación como elemento estructurante del crecimiento de la ciudad lo confirma como el eje principal. Hasta tal punto que casi se podría decir que aquello, sea lo que sea, que en la Castellana no quedó reflejado es porque en la realidad de Madrid no tuvo importancia. O al menos su importancia fue marginal, secundaria. Es pues la crónica de la realidad, de aquello que desde la superestructura de los arquitectos fue por el poder recogido. Allí están las arquitecturas, los episodios, las intervenciones que por unas causas u otras interesaron a las fuerzas que en definitiva construyen la ciudad. Y por ello es una síntesis de la historia de la arquitectura de Madrid que, como tal, en su recorrido puede ser leída. Sale fuera de la lógica de este criterio el hacer detenidamente esa lectura. Baste decir algunas cosas. Desde la urbanización del Prado por Ventura Rodríguez, este primer sector de la vaguada es el asentamiento de importantes edificios oficiales (o algunos privados de primer orden) que hasta mediados de siglo llegan a la plaza de Colón. La cesión de una faja del Retiro origina su retraso hasta lo que es hoy la calle de Alfonso XII, naciendo el barrio que sigue en el borde de la vaguada el mismo proceso. Durante el siglo el Paseo avanza hasta Castelar —límite previsto en el plano de Castro— y hasta San Juan de la Cruz, donde el hipódromo corta su desarrollo. Desaparecidas hoy casi totalmente las edificaciones privadas, quedan las públicas dando testimonio: tardo-barroco (el trazado del Prado de Ventura Rodríguez), Neoclásico (el Botánico y el Museo, de Villanueva), tardo-neoclásico de tradición Villanueva (Palacio de Villahermosa, de López Aguado), academicismo (Biblioteca Nacional, de Jareño), arquitectura del hierro (Estación de Atocha, de Alberto del Palacio)... Hay una larga lista que finaliza, para el XIX, en la académica Bolsa de Madrid, de Repullés y Vargas, el Banco de España, de Adaro, y, en el final entonces del Paseo, en el Museo de Ciencias de la Torriente y la Escuela Superior del Ejército, de Velázquez Bosco (3). A principios del XX, edificios como el hotel Palace, de estilo francés fin de siglo, y Correos, de Antonio Palacios, completan un esbozo que, si se añaden imaginariamente los señoriales palacetes y las casas burguesas hoy casi por completo desaparecidas (o cambiadas de uso), pueden darnos una imagen clara de lo que era el coherente Paseo de la Castellana cuando se decidió la idea de su prolongación. Es a partir de 1929, a resultas del concurso, cuando se elimina el Hipódromo y se adopta el Plan Zuazo-Jansen, luego modificado por la Oficina Técnica Municipal. El proceso de decisión del crecimiento de Madrid hacia el norte, el concurso y el plan han sido explicados por Rafael Moneo (4) con el acierto y extensión suficientes para que resulte ocioso repetirlo aquí. También describe el proceso del plan del 41, pero ante este tema, y concentrándose en la prolongación de la Castellana, conviene insistir. Desaparecido el Hipódromo, Zuazo proyecta y construye los Nuevos Ministerios que, al ser interrumpidos por la guerra, constituyen el enlace físico entre los dos planes. La prolongación proyectada por el equipo Bidagor acepta las decisiones del plan del 29, aunque con modificaciones. Oigámoslo de Moneo: «Paralelamente a la vía de tráfico, se proyectaba una serie de plazas enlazadas, en las que se prolongaba la lonja de los Nuevos Ministerios; en tales plazas se situaban los edificios de mayor prestancia: teatros, almacenes, museos, hoteles, etc. Abundaban las referencias visuales clásicas: obeliscos, cúpulas, chapiteles, etc., y todo el conjunto respiraba un extraño aire digamos metafísico, si por tal se entiende la figuratividad de un pintor como Giorgio de Chirico. La vivienda dispuesta en manzanas cerradas, en las que se destacaba uno de los lados, daba escolta a la vía de tráfico.» (5) La descripción, que puede completarse con una ojeada a la maqueta, define no tanto un plan como una ciudad análoga. Si el plan Zuazo-Jansen era tal en cuanto servía de esquema real capaz de generar el crecimiento más o menos ordenado de una ciudad en expansión (y lo era porque su esquematismo, su gran claridad urbana, significaba la acertada ordenación viaria que disponía el suelo de tal modo que las modificaciones de la disposición edilicia por parte de las fuerzas económicas pudieran llegar hasta dejarla irreconocible sin que las bases del plan se vieran realmente alteradas), el plan Bidagor, en cambio, al pretender unificar arquitectura y trazado como términos inseparables, dificulta tal proceso que sólo en una intervención totalizadora, de una sola vez, sería posible. O bien si se hubiera podido garantizar un control estricto sobre una configuración arquitectónica prevista de antemano. No era, pues, tal plan. El tiempo nos demuestra que era mitad una equivocación, mitad un sueño. Mitad una equivocación en el sentido que el equipo Bidagor (y ello tal vez podría ampliarse a la casi totalidad de la gestión de la Dirección General de Muguruza) no comprendió —o no aceptó— la misión superestructural, casi escenográfica, que las fuerzas que estaban en la base del régimen le habían únicamente concedido. Pensaron acaso que el estado franquista eran realmente el que prometía ser a través de la retórica de los primeros años 40, aparentemente capaz de promover enormes operaciones urbanas o controlarlas férreamente desde el principio hasta el último detalle. Dejaron, pues, al margen no sólo la estructura real de la sociedad de posguerra, sino también la depauperada situación económica del país. Y así confundieron la lógica interna, autónoma, de las formas urbanas que elaboraron, con la realidad. Pero también era en parte un sueño, una ambición intelectual, que a pesar de abrir una fisura insalvable entre proyecto y realidad, entre arquitectos como superestructura cultural y sociedad (o quizá precisamente por ello) permitía proyectar una soñada ciudad concebida desde la arquitectura y que inevitablemente quedaría en el papel y la maqueta. Deslumbrados acaso por el Nuevo Berlín de Speer y por el EUR (pero no sólo por estas ya tópicas referencias, más admitidas que demostradas, sino también por la ciudad de tradición haussmaniana, por las «city beautiful» de la historia; tal vez incluso por el propio Chicago de Burnham, cuyo libro está desde bien pronto en la biblioteca de la Escuela) descuidaron la realización de un auténtico plan en favor de una utopía arquitectónica. Utopía, en fin, porque aquel extremado orden, aquella académica composición de equilibrio entre espacio urbano y edificio, de jerarquías visuales, de estudiadas y manierísticas perspectivas, de juego entre continuo edificado y puntos emergentes, era imposible por contradictoria con los intereses del libre juego especulativo, del laissez-faire capitalista que pocos años más tarde entraría en escena exigiendo cambios. De cualquier modo, el plan intentó mediante la unión de trazado y arquitectura el control del crecimiento de la ciudad. En su fracaso queda de relieve un hecho: que arquitectura y algunos aspectos del planeamiento confirman que los años 50 no fueron tanto la transición del régimen como su auténtica fundación, basada en los ensayos de los 40. La construcción real de la Avenida del Generalísimo dando la espalda al Plan Bidagor, incluso con la apresurada rectificación de sus autores, representa la verdadera ciudad franquista. Pero la Castellana, como testimonio de todo, lo es también de las arquitecturas de los 40. En la parte antigua, la casa de la plaza de Gregorio Marañón, de Gutiérrez Soto, representa el mejor modelo de la vivienda burguesa de aquellos años. Secundino Zuazo construye el edificio de la Campsa en el Paseo del Prado, Fernando Cánovas, poco más tarde, el Hotel Fénix en Colón y Luis Feduchi el Castellana Hilton. En la prolongación algo respondió al Plan Bidagor: el estadio del Real Madrid, de Muñoz Monasterio, pieza singular e importante del Plan, se construye antes que —en 1947— se apruebe oficialmente la ordenación de la Avenida, que en el 49 se abrirá al tráfico. Un bloque conocido popularmente por Corea (allí vivieron los americanos de la base) es la única manzana del primer sector realizada según el plan. Más allá de la plaza de Castilla. Secundino Zuazo realiza las viviendas para la E.M.T., probablemente su mejor proyecto de la época, que se mantiene fiel a la ordenación. La apertura de la calle General Perón con la urbanización de su zona norte y la del triángulo Generalísimo-Concha Espina-Paseo de la Habana, primeras intervenciones amplias, son ya soluciones de compromiso entre el plan y su ya próxima modificación, bien vistas o apoyadas por la propia administración, pues las cosas fueron cambiando rápidamente. En efecto, ya en 1949 habían vencido Cabrero y Aburto el concurso para la sede de Sindicatos en el Paseo del Prado. La revista Gran Madrid elogia el resultado claramente moderno al tiempo que hace la crónica de la transición: el edificio del Alto Estado Mayor, de Gutiérrez Soto, el del Instituto Nacional de Colonización, de Tamés, y el Concurso de la Basílica de la Merced, proponen los modelos de cambio. Esta última era una de las piezas del plan, punto emergente de la ciudad análoga. Ganan Oíza y Laorga con un proyecto que, a pesar de su «aggiornamento», se construye muy lentamente y se acaba mal, ya cuando le rodea una ciudad muy distinta de la que el Plan quería. Pronto (y empezando por el sector Este, de más fácil actuación, y no por el Oeste en el que, a pesar de las complicaciones que suponía el contacto con el barrio de Tetuán, el Plan Bidagor ponía más el acento) comienzan las modificaciones generales. En la I Bienal Hispanoamericana de Arte (1951) Muñoz Monasterio presenta un proyecto de ordenación —desde los Nuevos Ministerios a más allá del estadio— siguiendo ya el modelo de edificación abierta de los CIAM. Luego «Gran Madrid» recogerá una propuesta suya más elaborada y en 1954 publica el proyecto oficial de rectificación del sector. En el 56 Perpiñá gana el concurso para el centro comercial Azca, de decidida técnica moderna y cuya descripción puede seguirse en el citado texto de Moneo. En el mismo año gana también el proyecto para los «segundos nuevos ministerios», situados en la plaza de Cuzco, y al que se presentan algunos (más tarde) significativos nombres: Corrales, Molezún, Oíza, Sota, Carvajal. Pero ya antes (en el 54, y coincidiendo con la modificación del planeamiento parcial del Generalísimo) el Comisario que presidió la transición —Prieto Moreno— había sido sustituido por Laguna. Y en el 56 un Bidagor ya arrepentido cesa sin embargo en su puesto de Director de la Oficina Técnica. La administración del urbanismo madrileño comprendía el tremendo desfase con la realidad y se renovaba enteramente. Ya nunca más Herrera o Villanueva ni «city beautiful» de ningún tipo. Ya sólo la ciudad actual, decididamente moderna, será la adecuada. Y así la Avenida del Generalísimo crecerá tal como ahora podemos verla: sin disimulo ninguno será moderna y sin disimulo ninguno también —en su desorden, en su inadecuación, en su fealdad— será la exacta imagen del capital que ya sin más tomó el mando. El sueño del equipo Bidagor puede desde ella ser comprendido; incluso habrá quien lo añore al comprobar cómo ciudad moderna y ciudad del capital son aquí dos caras de un mismo plano. Pero, ¿puede ser de otra manera? A estas alturas, perdida la hegemonía cultural que detentaban los arquitectos del «equipo de Madrid», la Revista Nacional deja de llamarse así (cesando su ya teórica dependencia de la Dirección Gral. de Arquitectura) para recuperar su antiguo nombre —«Arquitectura»— en 1959, y va reflejando el cambio. En ella —pero sobre todo en la ciudad—, restaurada la arquitectura moderna, profesionales puros, hombres no ligados a empeños culturales (Muñoz Monasterio, Perpiñá, Magdalena, Heredero, tiempo después Lamela, Población, y, siempre, Gutiérrez Soto) pasan a ser los protagonistas. La mayor parte de las intervenciones serán sin embargo anónimas: nadie sabrá quien hizo los proyectos, o al menos no interesa. Los edificios llevarán las firmas de Ruarte, Feygón, luego Horminesa, Bancaya, Filasa. La cultura, pues, ha desaparecido. Y es el tiempo de los profesionales, pero también el de los pioneros. Fuera de la avenida del Generalísimo, en los extrarradios, y de la mano del propio Comisario Laguna, los arquitectos jóvenes proyectan y construyen la operación compensatoria, simétrica, de la urbanización de la Avenida: los poblados dirigidos, las unidades vecinales de absorción, historia, supongo, bien conocida. De allí saldrán —o se confirmarán— los primeros grandes prestigios de la «Escuela» madrileña. Allí está la base del futuro que se consolida culturalmente con intervenciones como las que ya vimos de Fernández Alba en la revista Arquitectura y que culmina en Nueva Forma, donde, intensa y cargada, surge de nuevo la cultura. Y no sólo allí, sino que, ya avanzados los años 60, en cualquier lugar madrileño donde la cultura arquitectónica hiciera su aparición, fuera éste la Escuela, la vieja revista Arquitectura, las últimas «sesiones de crítica», o cualquier otro, estaba protagonizada siempre por el grupo que se movía alrededor de la revista. Cualquiera de Madrid recordará cómo esto era cierto, cómo Oíza, Alba, Fullaondo, eran indispensables referencias, mitos vivientes, y cómo la revista disfrutó de enorme audiencia, particularmente en la Escuela, donde, preciso es reconocerlo, cumplió un inestimable papel informativo. Pero si la ciudad análoga de los 40, la de la Revista Nacional, la del Gran Madrid, abría una fisura insalvable con la realidad, la cultura que giraba alrededor de Nueva Forma establecía con ella un abismo. Allí se pergeñó una especie de proyecto común inconcreto y difuso. Allí se entendió que la arquitectura era cuestión figurativa, experimentación formal, artisticidad. O también, si se quiere, un hecho de cultura nunca clarificado: una alternativa abstracta prometedora de grandes proyectos culturales siempre al margen de cualquier realidad. Claro es, en los años más importantes de su hegemonía cultural, el grupo de Nueva Forma no construye en la Castellana. Hay, sin embargo, una curiosa excepción: la tienda H-muebles en el Paseo de Recoletos, de Fullaondo. Su publicación en la revista (en enero del 68) evidencia lo dicho: se trata de una pura experimentación figurativa, autónoma, ni siquiera exactamente arquitectónica. Y que a pesar de construirse, de ser real, fue también análoga: las variantes más intensas, aquellas en las que Fullaondo vertió más su obsesiva experimentación, lógicamente no se construyeron, quedaron tan sólo en el papel de la crónica, para el que quizá únicamente habían nacido. Uno de los grandes de Nueva Forma, Fernández Alba, a pesar de su profesionalidad, vería cómo los mejores proyectos de sus más fecundos años quedaban en los papeles. Entre ellos, se presenta sin éxito a cuatro concursos en la Castellana. Dos dentro de las primeras grandes actuaciones para poner en marcha el Centro Azca y sus alrededores: el Teatro de la Opera (1964) y el Palacio de Congresos y Exposiciones (1966). Otros dos (el concurso para el edificio Bankunión y el del Banco de Bilbao) dentro de un proceso mucho más avanzado: en el antiguo paseo, la sistemática sustitución de antiguas edificaciones por grandes moles especulativas o edificios sociales de poderosas firmas; y en la prolongación, la construcción definitiva del centro Azca, antigua invención de Bidagor que fue la puntilla de su plan y que hoy, en su descarada realidad, deja al proyecto de Perpiñá convertido también en análogo. Pero algo muy importante ocurrió con estos últimos concursos: fueron privados y se celebraron entre los miembros del grupo, con algunos añadidos. A partir de ellos, Fullaondo y Alba, las dos personas de mayor énfasis cultural, parecen iniciar su eclipse y quedar marginados de las actuaciones madrileñas más importantes al tiempo que la revista inicia el ocaso y, con él, el del mito de esta generación. Por el contrario los ganadores —Corrales y Molezún y Sáenz de Oíza— llegan a la Castellana. Con ellos tenemos la ocasión de ver cuál era el sentido real de aquella generación, de aquel grupo. Y podemos hacerlo en comparación con una personalidad excepcional por tantos conceptos y que para tantas cosas puede servir de pauta: Luis Gutiérrez Soto. Porque si Madrid tuvo un hombre síntesis, un hombre capaz de recoger en su obra la cultura arquitectónica en la medida y forma de que no por ello quedara fuera de la realidad, capaz de percibir y proponer paso a paso lo mejor que la clase dominante podía aceptar, éste era sin duda Gutiérrez Soto. Su historia profesional es casi la historia de la arquitectura contemporánea en Madrid, con lo que la Castellana —paralelo en lo urbano a lo que él fue como arquitecto— está como toda la ciudad parcialmente hecha por él. Ya vimos las viviendas en la plaza del Doctor Marañón, de los años 40, y el edificio del Estado Mayor, modelo de la transición oficial. En la esquina de Bretón de los Herreros dará un ejemplo de lo que para él puede ser la moderna vivienda burguesa, superado el clima de posguerra. En la esquina de María de Molina otro edificio también de viviendas forma parte con el anterior de un conjunto de ejemplos que —como observa Moneo en el texto citado— servirán de base, de modelo a utilizar por los arquitectos que realizan la avenida del Generalísimo. De tal modo que, aún construyendo poco en la zona moderna, está, a través de sus tipos, bien presente. En las últimas zonas de actuación realizó algún edificio de oficinas, pero el que nos interesa ahora más está en la parte antigua: la sede de la Unión y el Fénix, cuya cercanía al Bankunión es útil para comprender cómo la llegada a la Castellana de la generación de Nueva Forma, aunque supere muy claramente en su actuación la de los profesionales conocidos más ligados a las grandes operaciones especulativas (como son las de Perpiñá y Lamela en el Centro y las Torres de Colón), no plantea realmente ninguna opción, presentándose como meros profesionales, exactamente iguales en su planteamiento que los que nunca pretendieron ser otra cosa. Bankunión no ha podido evitar además la debilidad de presentarse como vanguardia, pero su imagen pretendidamente configurada a través de la tecnología no es más que una pura solución formal, todavía hija de los postulados de Nueva Forma. El Banco Pastor (junto al café Gijón, y de los mismos arquitectos) es de una actitud idéntica que sus elaborados y habilidosos detalles (extrañamente similares al diseño italiano —casi diríamos milanés— de los años 60) no logran enriquecer demasiado. Como puras opciones de imagen, como simples ejercicios de caligrafía urbana acaso igualen, pero desde luego no superan, al Fénix ni a la ya vieja Embajada Americana, que por lo menos no pretendieron camuflar con ropajes vanguardistas su condición de formas símbolo al servicio de instituciones poderosas. La actuación en Azca, el Banco de Bilbao de Oíza, está aún en construcción. Como arquitecto, como profesional, tal vez Oíza era el mayor mito de Nueva Forma. Y no era para menos: uno de los arquitectos más dotados y lúcidos, en las viviendas económicas, actuaciones que ya pertenecen a la mejor historia de la arquitectura madrileña. Más tarde se inclina a posiciones más propias de Nueva Forma en un trayecto que pasa por la urbanización de Alcudia y culmina en Torres Blancas, casi el símbolo de la revista y ejemplo de un gran talento al servicio de un empeño que no lo merecía. Quizá, pues, el Banco de Bilbao vaya a ser hijo de un doble desengaño: el de los poblados dirigidos en los que la calidad arquitectónica no conseguiría disimular la miseria urbana y social en que se vieron inscritos, y el del formalismo de Torres Blancas, que elevaría a Oíza al plano internacional al precio de recibir disgustos y agresiones críticas. No hará falta esperar a que el edificio se acabe para entender lo que será: un episodio más del Centro Azca, desde luego de más calidad, pero donde tan sólo una mirada atenta podrá descubrir a través de los detalles que también bajo las actuaciones en la confusión pueden estar grandes profesionales sin que ello signifique apenas nada. Así, al andar el tiempo, las actuaciones en la Castellana son capaces de explicarnos el sentido que tuvo la «ciudad Análoga» de Nueva Forma, lo que fue aquel vago pero intenso proyecto. Estaba vacío de contenido: no sólo no había en él ninguna opción radical que no fuera el huir de la realidad, sino que ni siquiera dentro de la disciplina opusieron otra cosa a los profesionales corrientes que una desorientada obsesión vanguardista. Aunque hay un último personaje, ligado tan sólo tangencialmente al grupo sin participar de sus grandes intensidades, nunca empeñado en operaciones vanguardistas ni defensor de explicaciones esquemáticas y cuya matizada posición habría ya dejado, antes de su marcha, algunas huellas en la Escuela de Arquitectura de Madrid (trazadas desde aquello que, bajo todas las formas, siempre estimó: la disciplina). Es Rafael Moneo, autor de la ampliación de la sede del Bankinter, opción desde el interior de esa disciplina y que, como gesto claro, no se avergüenza de recordar figurativamente a uno de los mejores edificios del Paseo tanto tiempo maldito: Sindicatos. Tal vez su posición insinúe una nueva «Escuela de Madrid». No lo sé. De lo que sí deja constancia clara es de que la hegemonía cultural se mueve ya en otras posiciones y en otras manos. Antón CAPITEL. Abril de 1977 NOTAS: 1. Arquitectura 26, febrero de 1961. 2. Arquitectura de España. 1939-1964. Arquitectura 64, abril de 1964. 3. Para una consulta más exhaustiva de los edificios de la Castellana ver: - Arquitectura española contemporánea. Carlos Flores. Aguilar, 1961. - Guía de la arquitectura de Madrid. Carlos Flores y Eduardo Amánn. Madrid, 1967. - La arquitectura madrileña del ochocientos. A. González Amezqueta. Hogar y Arquitectura, 75, 1968. - Arquitectura y arquitectos madrileños del siglo XIX. Pedral Navascués. Instituto del estudios madrileños, 1973. 4. Rafael Moneo: «Madrid, los últimos 25 años». Información comercial española, feb. de 1967. Reproducido en Hogar y Arquitectura, marzo-abril de 1968. 5. R. Moneo, op. cit.


Madrid'78 28 Arquitectos no numerarios
Rafael Moneo


28 ARQUITECTOS NO NUMERARIOS Por Rafael Moneo arqto. Por razones de una casi diríamos que obligada simetría —frescos todavía el número dedicado a Cataluña por Arquitecturas bis, un artículo de Oriol Bohigas que lleva por título «Una nueva Escuela de Barcelona» y el libro de Helio Piñón «Arquitecturas Catalanas»—, el número que hoy el lector tiene en sus manos, debiera ser la puesta al día de una presunta escuela o manera madrileña que oponer, con diez años de más o con diez años de menos, según se vea, a la resucitada arquitectura catalana que, a juzgar por las publicaciones, al menos está saliendo de su letargo para asumir de nuevo el papel de catalizador que tuvo en el pasado. El «match» estaría, pues, preparado de nuevo, si el rival de otras veces, o, más suavemente, el interlocutor dialéctico de ayer, se sintiese con fuerzas y ganas para emprender el conocido juego. Entendemos que no es así y por ello no es este el propósito de aquellos que han corrido a cargo con el montaje del número, quienes, al pensar en uno dedicado a Madrid siempre se han sentido más inclinados a considerar temas como la arquitectura anónima de vivienda en los sesenta o a intentar la cada vez más difícil descripción de la ciudad, que a caer en la tentación de volver a las andadas, proponiendo una vez más la definición de los valores arquitectónicos autóctonos de la ciudad que ocupa el centro de gravedad de la península. A la postre —dilucidar las razones no sería tan fácil— el número se presenta, modestamente, como «paseo por Madrid», lo que no obliga forzosamente a la novedad y más bien lleva a volver los ojos sobre lo ya conocido, e incluso frecuentado, en otro viaje. Pero el número ofrece, como contrapartida a la inocuidad del paseo nostálgico, la obra de arquitectos, más jóvenes, menos conocidos, gentes nuevas, y de su presencia en este número— que, por otra parte, supone muchas ausencias— es preciso hablar ahora. ¿Por qué Arquitecturas bis publica la obra de todo este grupo de gentes? Algunos podrían decir que es precisamente así como se cimenta una posible escuela, ofreciendo un material que, por vía del criterio usado para seleccionarlo (edad, dedicación a la enseñanza, voluntad crítica, etc.) está llamado a estar dotado de coherencia y, por tanto, es susceptible de que se le aplique un calificativo común que lo haga ver, por tanto, como el producto de una escuela. Pero descartado que este sea el móvil —que no se trata de una escuela quedará bien claro a lo largo de estas cuartillas— tiene interés, sumo interés, el publicar estas obras por muy diversas razones. El hecho de poder agrupar un buen número de arquitectos atendiendo a su edad, dedicación a la enseñanza, voluntad crítica —y no más por acotar un tanto el campo de atributos comunes— es razón, como veremos, que engloba a todas y que sirve para establecer, de paso, aquellos contactos con sus mayores que hace que el ocuparse de estas gentes sea una manera de atender también a la remota y callada presencia de quienes fueron protagonistas en un todavía próximo ayer. Edad. Edad ahora no es tanto el que la fecha de nacimiento de los arquitectos cuyas obras aquí se publican esté acotada en un determinado arco, sino el participar de una situación común. Hay una cierta coincidencia; los arquitectos cuyas obras se publican se titulan en la Escuela de Arquitectura de Madrid en torno a los 70. Pero lo que se quiere subrayar es, sobre todo, el hecho de que ya no están ligados por vía de estricta continuidad con los arquitectos madrileños notables de los años 50 y 60. Algunos de ellos han sido sus profesores y, por supuesto, son siempre su más inmediata referencia, pero se ha perdido la continuidad que los haga sentirse como sus contemporáneos. (Las promociones tituladas en la Escuela de Arquitectura de Madrid al filo de los 60 podían considerarse tan próximos a quienes eran los arquitectos en quienes se miraban que no cabía, en última instancia, establecer distinciones de contemporaneidad entre unas y otros; así se explica el que falten algunos nombres que tal vez desde el punto de vista estricto del año de la titulación pudieran quedar incluidos.) Si se considera exclusivamente el desarrollo de los acontecimientos en arquitectura estar en otra edad quiere decir hoy, entre otras cosas, que no se vive el significado de la «modernidad» del mismo modo. Para la generación de sus mayores lo «moderno» todavía es aquello por lo que hay que batallar. Los arquitectos madrileños de interés en los años 50 y 60 —habrá observado el lector que se procura cuidadosamente el hablar de una escuela de Madrid— se inclinaban a entender —siguiendo en ello las pautas marcadas por Giedion y Zevi— la historia de la arquitectura reciente como una cuestión, una vez más, de enfrentamientos entre antiguos y modernos, entre Academia y vanguardia. Sin continuidad con la generación que debería haber vivido por pura coincidencia en el tiempo una tal actitud, el grupo de arquitectos madrileños activos al comienzo de los 50 piensa que sea entonces la ocasión para recuperar el tiempo perdido y se propone escribir el capítulo, todavía en blanco, de aquella historia. Hay pues en aquella generación de «modernos» un afán heroico que les hace vivir su tarea con casi místico fervor. La batalla librada en torno a la arquitectura moderna llega a Madrid, como tantas otras cosas, con indudable retraso. Pero los «modernos» acabarán triunfando en toda la regla al terminar los cincuenta cuando hasta las instituciones— los Poblados Dirigidos por un lado y el Pabellón de Bruselas por otro serían los dos ejemplos más destacados— acaban confiándoles sus encargos. Pero aunque los arquitectos madrileños de fines de los cincuenta creían servir exclusiva y absolutamente el ideal de la modernidad, lo cierto es que su triunfo es coincidente con una actividad crítica que pronto hará mella en su trabajo. La arquitectura de Madrid —la arquitectura de este grupo se entiende— había sido sensible, sobre todo, a la interpretación del desarrollo de la arquitectura moderna que había dado Zevi lo que llevaba parejo una propensión a la arquitectura orgánica que, a pesar de presentarse como la quintaesencia de lo moderno, implicaba una profunda crítica de aquellos ideales a los que creía servir. Cabe advertir esto tanto en el entusiasmo de Antonio Fernández Alba por Alvar Aalto, como en el «realismo» de Fernando Higueras, quien ya se declaraba abiertamente enemigo de la arquitectura moderna proponiendo en sus primeras obras una actualización de lo popular que tendrá en alguna de sus viviendas en el campo su más clara expresión. Bajo esta óptica Torres Blancas, de Oíza, en lo que tiene de apoteosis de lo moderno encierra ya un claro juicio crítico que, si bien no llegó al público, quedaba explícito para los profesionales en lo que tenía de superación de un próximo pasado. En otras palabras el retraso con que en Madrid se produce la llegada de la arquitectura moderna hace que se confundan materialmente el triunfo con las primeras críticas, sin que haya tiempo ni distancia para que, quienes participan en ambas, sean capaces de apreciar lo que está ocurriendo; a mi entender éste ha sido uno de los lastres que ha debido soportar, con grave quebranto de sus fuerzas, la reciente arquitectura madrileña. Pienso que, al menos por razones de edad, las gentes cuyas obras se publican aquí deberían haberse liberado de él, y comprobar si es así, o no, es una de aquellas cuestiones que hacen bien interesante una visión conjunta de su trabajo. Dedicación a la enseñanza. La mayoría de los arquitectos incluidos en este grupo comparten en común afanes y preocupaciones didácticos. Casi todos ellos son profesores no-numerarios de la Escuela. Este no era un rasgo distintivo de la generación anterior —había, claro está, algunas excepciones— y, sin embargo, sí que va a ser uno de los que con más fuerza caracteriza a ésta, a quien la Escuela, más que una revista u otro tipo de trabajo, en común, le da su consistencia. Los arquitectos notables de los años cincuenta y sesenta entendían que el campo de batalla estaba en el terreno de lo puramente profesional y la mayor parte de sus fuerzas fue dedicada a él. Tardíamente —como quedará puesto de relieve en el texto sobre la Escuela que también se publica en este número— se intentó la conquista de la Escuela que estaba en manos de un desdibujado Claustro. Si la Escuela interesaba lo era tan solo en tanto que era el centro de difusión desde el que poder extender aquello que se tenía como incontestada buena nueva. La situación hoy es bien otra; dejando al margen razones de índole económica, que hacen que las expectativas profesionales sean hoy bien distintas a las de hace unos años, las últimas promociones se incorporan a la Escuela pensando no que ésta sea el foco de irradiación que hay, por razones estratégicas, que controlar, sino que sea ciudadela y reducto de la disciplina a la que piensan dedicar el tercio laboral de sus vidas. Para ellos es tan sólo en la Escuela donde tiene su sede la arquitectura y el único lugar en que se puede ser arquitecto. Las líneas anteriores quieren decir que los arquitectos de las últimas promociones madrileñas no desdeñan la cultura y tratan de hacer de los problemas teóricos uno de los quicios sobre los que fundamentar el ejercicio de este nuevo modo de entender la profesión. Los arquitectos de estas nuevas promociones cuyas obras aquí se publican son arquitectos informados, enterados de lo que las revistas publican y dan por bueno, que discuten y tratan de incorporarse a una polémica sobre la arquitectura que rebasa los marcos estrictamente nacionales. Pienso que tiene cierto interés el señalar este cambio, máxime cuando entre los reproches que solía hacérsele a la escuela de Madrid era el achacarle falta de cultura y concederle sin embargo intuición, como atributos simétricamente opuestos de aquellos que se consideraban como característicos de la escuela de Barcelona. Voluntad crítica. Como un corolario que recoge los dos puntos anteriores aparece este último. La asumida consciencia de los problemas disciplinares da al trabajo que aquí se publica tanto más una condición de voluntaria expresión crítica que de simple adhesión lingüística. Pero tras de hacer explícitas las razones que justifican el interés que tiene el publicar estos trabajos, tras de intentar el somero bosquejo de la actitud ante el ejercicio profesional que tienen sus autores, aparece, una vez que el material se ha reunido, el deseo —o la necesidad imperiosa si se quiere— de hacer algunas consideraciones. Déjesenos señalar, en primer lugar, la diversidad del material que aquí se publica y que va desde el de algunos arquitectos inmersos en la más dura práctica profesional —Casares, Ruiz Yébenes— hasta aquella voluntaria marginación en un mundo más próximo al mercado de la obra de arte que al de la construcción —Juan Navarro—. Polos quizás extremos de un espectro que comprende a un puñado de arquitectos que, a pesar de encontrarse ya a casi diez años de su titulación, apenas si han tenido la oportunidad de construir, con lo que el fantasma de la «opera prima», con toda la carga de innecesaria síntesis que por lo general la caracteriza, se presentará a menudo en esta breve muestra. Esta diversidad deja a salvo a la publicación de poder ser interpretada como un intento de aglutinar una posible escuela. Pero vayamos a una de las consideraciones que más nos atrae; a nuestro entender, y contrariamente a lo que pudiera parecer tras de leer las líneas anteriores, la arquitectura de las nuevas promociones madrileñas sigue aferrada a algunos de los problemas de sus mayores. Seamos más explícitos. La interpretación que la arquitectura madrileña —la dé la generación anterior se entiende— dio del «movimiento moderno» siempre tendió hacia una, llamémosla así, institucionalización de la tecnología. Pues bien una tal actitud nos parece que se puede entrever todavía en un buen número de las obras que aquí se publican. Dicho de otro modo: a pesar de que los tiempos que corren se definen a sí mismos como «postmodernistas», los jóvenes arquitectos madrileños parecen estar interesados todavía en una modernidad al pie de la letra, de manual de historia de la arquitectura moderna de los años cincuenta. Es como si, vueltos a aquellos años en que en Madrid el triunfo y la crítica a lo moderno fue casi una misma cosa, la postura crítica se rechazase, no quedando otro camino que el profundizar en lo que se llamaba lo moderno con ayuda, sobre todo, del báculo tecnológico. La figura en quien se miran todos estos jóvenes arquitectos es, y no pienso que nadie lo ponga en duda, Alejandro de la Sota, quien permaneció impasible y solo, ajeno a los desviacionismos de sus compañeros de generación y que ahora vería así premiada, con la admiración de los más jóvenes, su obstinada postura. A nuestro entender giran en esta órbita obviamente López-Cotelo, Puente y Azofra, discípulos directos, pero su influencia se hace sentir en otras gentes como son los Casas, o aparece en el proyecto de vivienda unifamiliar de López-Peláez, Frechilla y Sánchez, llegando las salpicaduras hasta los propios colaboradores de Oíza, López-Sardá, Valdés, Vellés y Velasco. Incluso Paco Alonso, a quien muchos de los arquitectos cuyas obras aquí se publican consideran su hermano mayor, se mueve en un terreno no muy distante del que aquí hemos descrito; hubiese sido nuestro deseo contar con él en estas páginas pero ha sido materialmente imposible el conseguir su colaboración. (Podríamos atrevernos a pensar que esta voluntad de modernidad como tecnología es ajena al fervor surgido en torno a la figura de de la Sota y que responde simplemente a una fe polémica en los principios del movimiento moderno que se ondea como bandera frente a cualquier posible actitud «post». Sería atractivo el que así fuera, pero apostaríamos con más confianza por la primera de las interpretaciones.) Pero hay también en el grupo, y no podía ser de otro modo, rasgos de «post-modernismo» claros. Por un lado el impacto que Stirling tuvo en la Escuela de Madrid a fines de los sesenta y principios de los setenta y la seducción que se derivó del mismo está presente en algunas de las obras que aquí se publican. Los proyectos de algunas de las gentes afines a Oíza —sensible a tal influjo en los Concursos de las Universidades de Madrid y Bilbao y en su proyecto para el Kursaal— serán quienes más se resientan de una tal influencia. Otro claro síntoma son las posturas disciplinares que cabe detectar tanto en la obra de Antón Capitel y F. R. de Partearroyo como en la de Gabriel Ruíz Cabrero y Enrique Perea, en tanto que la tentación de los neo-racionalismos asoma en las obras de Campo Baeza, Fauquié y Bellosillo, e incluso en el proyecto para el Ayuntamiento de San José de Maite Muñoz y Juan Antonio Cortés. Por último, restos de una visión tecnológica que tiene su primer punto de arranque en Archigram, pero que luego se apoya en la «permisividad» de algunas arquitecturas americanas aparece en la obra de Junquera y Pérez Pita, y no lejos de una tal actitud estaría el pretendido populismo del último Daniel Zarza. La atención que los jóvenes arquitectos madrileños prestan al mundo exterior queda, por tanto, reflejada en su obra y sería una de sus características más acusadas. Pero tendríamos que reconocer también que esta atención viene acompañada de una prudencia que les haría acreedores a la vieja sentencia deifica: nada en exceso. Equilibrio de fuerzas, que hace que sea difícil el adscribir el grupo a una de las tendencias que por ahí agitan y arremolinan las aguas de la arquitectura. ¿Qué quiere decir todo esto? ¿Sería esta tibieza una muestra más de una actitud distante de aquel que no quiere verse afectado por las circunstancias que le son ajenas, la discusión polémica de la arquitectura en este caso? ¿Ha sido esta distancia un rasgo también de las pasadas arquitecturas madrileñas? ¿Debe entenderse la corriente que apuesta por un revival de lo moderno, o si se quiere aquella de quienes esperan todavía la llegada del Mesías, como la expresión más firme de las nuevas promociones? Si es así ¿cómo y por qué las nuevas promociones de arquitectos siguen atascadas en los mismos problemas en que se vieron atrapados sus mayores? Quedan en pie todas estas preguntas y mucho nos gustaría que al verse en un espejo que no es el suyo, el reconocerse en este número de Arquitecturas bis, ayudase a reforzar la identidad de la nueva arquitectura madrileña. Rafael MONEO


Notas sobre una generación


NOTAS SOBRE UNA GENERACIÓN Notas escritas con la intención de relatar una historia casi familiar, cuyos rasgos escuchamos, como conversación de fondo, en reuniones con algunos de sus componentes, profesores de la Escuela de Madrid. Y también en la creencia de que un mismo tiempo —una historia con trazos semejantes— y un mismo lugar pueden ser capaces de hacer entender la presencia conjunta en estas páginas de los arquitectos que nos mueven a escribir. Y encontrar, tal vez, una suerte de atalaya que nos permita observar sus obras con mejor perspectiva. Es entonces alrededor del año 1965 —en que los mayores acaban la carrera cuando los más jóvenes la empiezan— donde debemos situar el inicio de la historia cuyos trazos pretendemos relatar: y es la Escuela de Arquitectura de Madrid el lugar en cuestión que, a todos, fue común. Dentro del proceso de reactivación económica que quería materializarse en las ambiciones del I Plan de Desarrollo, el deseo de crecimiento del número de técnicos pone en marcha el nuevo Plan de estudios de 1964 que reduce la carrera a cinco años, suprimiendo ingresos y cursos previos. La masificación real llega así a la Escuela en los años en que coexisten ambos planes, el 64 que comienza y el 57 que se extingue. (1) Y solo un año después del que elegimos para comenzar, en 1966, cesa Luis Moya como director de la Escuela, adquiriendo definitivo peso Javier Carvajal, que desde la Jefatura de Estudios (y no desde la Dirección, ocupada después de Moya por grises personalidades) inicia la estrategia que utilizaría el nuevo plan como medio de situar a unos hombres, no todos nuevos, capaces de constituir la red que articulara una alternativa escolar bien definida, hasta en su imprecisión, por el conjunto de arquitecturas que aquellos hombres dibujaban y construían. Apareció la estrategia de forma bastante completa. Excluido de la Sota como primer Encargado de Elementos de Composición —puesto en el que su fantasma y su presencia real se alternarían durante algunos años— pasa Fernández Alba a ocuparlo mientras Feduchi y de la Mata se hacen cargo de Dibujo Técnico y a Rafael Moneo —pensionado en Roma recién llegado— se le incrusta en Análisis de Formas con la misión de ensayar, desde un pequeño grupo, una posible alternativa a la vieja orientación del dibujo. La vía continuaba con el propio Carvajal —ya catedrático de Proyectos I—, reforzado por Juan Daniel Fullaondo. Al crecer el plan, Moneo abandona el territorio no conquistado de Análisis y acaba encargándose del segundo año de Proyectos, que culmina en el tercero con Francisco Sáenz de Oíza. Así, en el curso 1968-69, cuando el Plan nuevo se completa, la estrategia parece lograda y la línea didáctica definida: Feduchi, Alba, Carvajal, Moneo, Oíza, son los encargados de lo específicamente arquitectónico, de aquello alrededor de lo cual se pensaba que la Escuela debería girar. (2) El Plan viejo, ya menos numeroso y sin algunos cursos, continuaba con los viejos catedráticos y equipos y giraba inevitablemente en torno al nuevo sistema; no en vano los profesores de éste habían sido los auxiliares más brillantes de sus antiguas clases, e incluso algunos alumnos del viejo plan se incorporaban también al nuevo como improvisados ayudantes de las cátedras o, ya titulados, como incipientes profesores. Quizá alguna otra persona, como Cano Lasso, quedaba en el plan viejo como posible reserva. En cualquier caso, Juan Daniel Fullaondo revelaba su poco ingenuo papel de adjunto mediante la fuerza que en el ambiente escolar alcanzaba ya la revista Nueva Forma. Esta concretaba un amplio modelo arquitectónico— basado en una peculiar manera de entender el movimiento moderno— al exhibir y promocionar el conjunto de arquitecturas que realizaba aquel grupo de profesores y algunos otros arquitectos que la revista planteaba implícitamente como afines. Con ellos encontramos definida a la que al final de los 60 fue llamada «Escuela de Madrid» —aquellas obras y aquellos hombres que interesaban y de los que se hablaba—, que, apoyada en un cierto e interno consenso cultural, parecía convertirse en el año 68, incluso administrativamente, en la Escuela Oficial. Pero tal sueño, si existió, pronto se vio frustrado, desmentido por la realidad. Ni siquiera la línea didáctica más o menos afín logra completar el curso 1968-69. Enormemente conflictivo en la Universidad española, en la Escuela dimite Fernández Alba —sin duda la figura de mayor prestigio de aquellos momentos—, la contestación protagoniza las actividades escolares, y la reanudación del curso —tras el cierre del estado de excepción— trae de nuevo, digamos, al «viejo orden» mediante el nombramiento de Víctor D'Ors como director. (3) La gestión de Carvajal finalizó entonces para la escuela de Madrid, entendida esta expresión en cualquiera de los dos sentidos que hemos usado y que aquí coinciden. La atención que le hemos dedicado no sólo se explica porque fueran los años 60 —sobre todo los finales— aquellos en que cursan su carrera los arquitectos cuya obra vemos, coincidiendo en el lugar —la Escuela de Arquitectura— en que su formación fue presidida por la actuación académica y el ejemplo profesional de los hombres de la «Escuela de Madrid», si usamos ahora el otro sentido. También porque la mayor parte de aquellos que entonces eran alumnos o titulados recientes volverán a la Escuela como profesores, aunque algunos sea por poco tiempo. Tal vez reconociendo así —o expresando al menos— cuanto la Escuela iba convirtiéndose en el único lugar público en el que «tratar» de arquitectura. (Y así vemos hoy a muchos, como a sus mayores, representar ambos papeles: el de profesor y el de arquitecto. Y no será ésta la única coincidencia que advertiremos con los maestros modernos de Madrid, como poco a poco, y hasta en las obras, iremos viendo.) Pero volvamos al año 65, en el que la reactivación económica del país pareció ofrecer mejores expectativas, incluso hasta de cambio, frente a los difíciles años anteriores. Ante ellas se empezaba a consolidar el modo de entender la arquitectura que desde el 67 propaga la revista Nueva Forma, dedicando cinco números a Antonio Fernández Alba, algunos otros a Corrales y Molezún, dando a conocer con mucho énfasis el que parecía ser «discurso de ingreso» de Sáenz de Oíza para acceder desde su antiguo historial a la nueva situación: Torres Blancas. Y publicando seguidamente trabajos de arquitectos más jóvenes, como los de Fernando Higueras o del propio Fullaondo (4). Son los años 67 y 68 aquellos en los que esta actitud alcanza su mayor apogeo y, como ya sabemos, su influencia más acusada en la Escuela, paralelamente a su breve triunfo en ella. Pero una actitud como ésta, sobradamente optimista en cuanto al papel y a la oportunidad concedidos a la arquitectura, era muy divergente de las corrientes internacionales de vanguardia que, lejos de tal confianza, apuntaban teorías y actitudes tendentes a confirmar la definitiva puesta en crisis de esa fe. Y ante ellas los maestros madrileños no tanto pensaron en combatirlas o evaluarlas cuanto en trasmitirlas, pues dentro del eclecticismo a que obliga el conjunto, era común a todos la estimable obsesión por informar, por favorecer aquello que viniera de fuera, combatiendo el tradicional aislamiento español y proponiéndose así —no sólo por esto— como alternativa a la generación de los años 40 que aún dominaba la Escuela. (Pues los arquitectos de los años 50, los pioneros de la recuperación moderna, no eran, a pesar de la presencia de Oíza, estos mismos. Lo que podríamos llamar el «Proyecto de nueva forma» —compuesto por aquellas arquitecturas y por el significado que daban a una alternativa escolar— planteaba como modernidad unos trabajos de arquitectura que acusaban su deuda a una actitud revisionista con respecto al movimiento moderno. Los años 60 parecían verse así desde sus protagonistas más como una perfección de los años 50 que como su superación, su puesta en duda.) En todo caso, la absoluta confianza en la arquitectura que proclaman las obras y dibujos que Nueva Forma celebraba, irían en paralelo con la difusión de tendencias culturales de orden contrario. Las neovanguardias que encabezaba Archigram, la creencia de que la arquitectura ha de seguir los pasos de la tecnología avanzada, las teorías de Christopher Alexander o el hincapié en las metodologías sofisticadas y en la cibernética, y hasta una cierta anticipación del interés que despertará la semiótica, fueron, como es bien recordado, algunos de los campos de debate internacional que entraban en juego en la escuela de Madrid al final de los sesenta. Hoy vemos que su característica común era clara: negar a la arquitectura su contenido específico y, desde distintas sustituciones, situarla como campo vicario, dependiente. En el momento en que irrumpen estas tendencias en la Escuela, la arquitectura está allí sostenida por lo que representan las obras y las actitudes de los arquitectos y profesores en torno a Nueva Forma, incluyendo la nunca clarificada referencia a los Maestros del Movimiento Moderno, siempre inclinada del lado organicista. Y, en definitiva, el embate de las nuevas teorías a-disciplinares fue suficiente para vencer todo aquello, aún a pesar de que muchas de aquellas arquitecturas no necesiten hoy defender su dignidad o su acierto. Pues a la inoportunidad cultural —a lo que era prácticamente heredado de una situación española siempre con problemas pendientes— tal vez debamos añadir el formalismo y el eclecticismo —o, más bien, la confusa consciencia sobre ellos— capaces de representar, mediante el ambiguo papel concedido a la forma, la sustitución de lo específico de la arquitectura. Y ello en las antípodas de las tendencias internacionales, con lo que el círculo parece cerrarse, aproximar los extremos. Desde luego no se llegó a concebir un modelo escolar capaz de superar como únicas armas proyectuales ante el papel en blanco la intuición, la fuerza creadora y el difuso ejemplo de los Maestros. Con lo que resulta bien claro que una escuela masiva, al percibirlo, se decidiera por la eliminación del irracionalisino y la garantía de la certeza. Y si bien los ingredientes descritos estuvieron tan mezclados y, a veces, tan confundidos con la crisis no disciplinar que el análisis es muy dificultoso, se puede decir que en los años en que cambia la década —del 1969 al 1971, digamos— lo más avanzado de la Escuela de Madrid (alumnos de cursos superiores, recientes profesores, no menos recientes titulados) utilizaba o discutía en torno a las metodologías, cibernéticas o no, a los tecnologismos de la cultura europea y americana. Incluso algunos de nuestros hombres tienen una deuda con aquellos campos, aunque tal vez hoy sus obras o dibujos ya no lo expresen. Otros, no tanto saliendo indemnes de la crisis como recogiendo a su favor algún componente, se acercaban —o se mantenían fieles— a un arquitecto capaz de ofrecer, sin más, tecnología y modernidad: Alejandro de la Sota, que, fuera del grupo de Nueva Forma, representaba intenciones que vemos trasladadas aún hoy en algunas de las arquitecturas que aquí se presentan. Sáenz de Oíza fue —y sigue siendo— referencia para otros; Fernández Alba tuvo notable ascendiente sobre algunos, y, si seguimos, puede citarse la más reciente influencia de Moneo como profesor, aunque en ninguno de éstos últimos haya del todo, como en el caso de la Sota, la formación de una cierta escuela en su entorno. Tales son, en cualquier caso y en diversa manera, los nombres que, después de la crisis escolar con la que se inician los años setenta —esto es, el tiempo que un gran número de nuestros autores acaban la carrera —sobreviven de un modo u otro en la mente de quienes fueron sus alumnos. Pero fracasado el proyecto de Nueva Forma por las circunstancias políticas y por la crisis cultural de aquellos años, la fortuna, el azar administrativo y las preferencias personales situarían enseguida a los maestros madrileños en unos papeles más estables y diversos. Sáenz de Oíza ganaba ya la cátedra en el curso 68-69, cuando rompe la doble crisis. Fernández Alba la ocupa a finales del 70, al tiempo que de la Sota, que mantiene un ascendiente poco común como sabemos, se aleja de la Escuela definitivamente, y que Rafael Moneo va a ocupar la de Barcelona. Los que eran profesionales puros continúan siéndolo. (Como Corrales y Molezún, que tal vez interesarán siempre, pero que nunca tendrán ya aquella influencia o aquel valor de modelo que parecían capaces de llegar a ofrecer años antes. Arquitecturas como las de Fernando Higueras dejarán, desde luego, de ser objeto de atención, interpretadas las más de las veces como ejemplo de la decadencia a que llegaban los supuestos de la antigua «escuela de Madrid».) La crisis de la disciplina acabará, pues, con gran rapidez, con la mejor arquitectura de los sesenta, de la que no sobrevivirán siquiera —ni en la intención de sus autores, ni en la mente de sus alumnos— los aspectos afortunados. Serán, en general, las arquitecturas de los años cincuenta las que conserven mejor sus supuestos y, sobre todo, sus hombres. Y, para los jóvenes, ello ya parece coherente con las líneas de la cultura internacional que empieza poco a poco a clarificarse generando algunas tendencias que se presentan como superación de la crisis, esto es, como contribuciones operativas a la arquitectura entendida de nuevo como disciplina específica. Así, la figura local de la Sota, cuya imagen supera la crisis, se veía paralela a la atención internacional a Stirling y a la arquitectura inglesa, camino por el que alguno de los jóvenes conduciría su deuda con las neo-vanguardias y con el tecnologismo. Ya en este caso, la afición a Stirling que introducen algunos de nuestros nuevos profesores de la Escuela para devenir rápidamente, y a su pesar, recurso tópico, se produce bastantes años más tarde de construidos sus proyectos más celebrados; esto es, ya en el 72 ó en el 73, época en la que el conocimiento de Venturi era aún algo escaso en nuestra escuela y que la arquitectura y la teoría de Aldo Rossi, no desconocida por algunas excepciones, estaba aún absolutamente ausente de las aulas y de las arquitecturas madrileñas. Venturi fue, sin embargo, un personaje cuyo conocimiento y popularidad no se produjo demasiado tarde en Madrid. Cuando la editorial Tusquets publica en el 71 «Aprendiendo de todas las cosas», tal vez bastantes esperaban la aparición del «Complejidad y contradicción», que no lo haría hasta el año siguiente. Venturi no fue pues en Madrid un desconocido, pero si bien en la Escuela los proyectos venturianos —poco abundantes— fueron siempre bien acogidos y calificados por los profesores jóvenes, podemos ver cómo en las obras que aquí presentamos —más de una de aquellos profesores— la influencia de Venturi es bien escasa, cuando no nula. No así otras, sin embargo: los puntos de vista sugeridos por la lectura del pensamiento —y de la arquitectura— de Rossi, y la consideración desde ellas de la disciplina, están bien presentes en algunos de los proyectos que aquí vemos aunque no con la coherencia formal de otros grupos españoles que recibieron más rápida o intensamente aquellas influencias, sino de modo más difuso, o interpretada, tal vez, desde las propias preocupaciones. (Desde un modo peculiar de ver las cosas, un empeño en filtrar la influencia ajena por el tamiz de lo propio, como rasgo común al modo en que la cultura arquitectónica madrileña ha venido recibiendo las influencias de fuera.) Sin conexiones claras, sin la costumbre de mirar a Italia (5), en Madrid entraría la «architettura razionale» de la mano de libros y revistas no demasiado frecuentes. Aldo Rossi podía haber sido conocido por el Controspazio del año 70 que publicó sus obras y, en el 71, por la «Arquitectura de la ciudad» y «Una arquitectura para los museos», ambas publicadas (como el «Contradicción») por la colección que dirigía Ignacio Solá-Morales. No es hasta el 73, después del Cementerio de Módena y de la XV Trienal de Milán, cuando en la Escuela de Madrid se comienza a hablar de Rossi, al principio de modo incipiente, luego —en el curso que comienza en octubre del 74— más insistentemente, siempre desde voces que hoy tenemos representadas, o que son cercanas, a las obras y dibujos que ahora nos mueven. La Tendencia —en el amplio y difuso sentido en que fue siendo interpretada— y los aspectos del movimiento moderno que la tendencia valoraba, están pues presentes en varios de estos proyectos. Y podríamos decir que todos, incluso, han adoptado alguna actitud, clara o no con respecto a ellos. No en vano se trata, como dijimos, de algunos de los que, al tiempo que introducían tales convicciones en la Escuela como medio de recuperación disciplinaria, no dejaron de hacer coherentemente arquitectura que también intentara responder a ellas. (Pero, como vimos, lejos estamos de la insinuación siquiera de algo que pueda parecerse a una escuela rossiana. La tendencia alcanza también en Madrid, como en tantos sitios, el absoluto protagonismo cultural de los años centrales de la década de los setenta, pero desde éste no surgirán tanto fidelidades proyectuales o estilísticas como la acumulación de recursos intelectuales o la consolidación de intuitivas posiciones que permiten superar de forma tal vez definitiva las antiguas cosas.) En síntesis, la generación que representa los que aquí publican sus obras vio destruirse aquel proyecto cultural en que parecían incluirse algunos de sus maestros que, por su inoportunidad histórica, desapareció a raíz de la crisis en el sesenta y nueve. La generación joven de Madrid se queda, como tantas veces, sin maestros, sin referencias directas, pues aquellos que podían representar el papel de tales semejaban caminar tan confusos como los más jóvenes, entre las antiguas fidelidades y las nuevas ideas a-disciplinares. En los primeros setenta, los maestros modernos que continuaban en la Escuela van integrando como profesores a algunos de nuestros autores y así, poco a poco, la fe en la arquitectura, la confianza en los medios de lo que comienza a llamarse «disciplina» (o, en otras palabras la sospecha de que tal concepto, «disciplina», representa el conocimiento específico en el que la Escuela debe insistir y en el cual trabajar) gana fuerza desde la atención a las influencias internacionales comentadas en un panorama en cierto modo ecléctico si se quiere, pero cada vez más presidido por la reflexión sobre qué cosa sea la disciplina, cuáles los medios y recursos capaces de trasmitir —enseñanza— y configurar —arquitectura—. Este resumen puede acercarnos a la definición de una cierta actitud común, que en las obras se diversificará, pero que puede representar con mayor o menor fidelidad a los grupos de los hermanos Casas, de Vellés, de Frechilla, y de Ruíz Cabrero y Perea, y a Mayte Muñoz, J. A. Cortés, Partearroyo, Capitel,... y hasta Fernando Fauquié, Bellosillo y Alberto Campo. Son aquellos, que, en general, han estado más comprometidos con la Escuela y en los que la atención docente no sólo ha propiciado una mayor coherencia interna entre pensamiento y proyecto. También la Escuela —sentida ya claramente como el único lugar colectivo de la arquitectura— resultaba ser también aquel mundo aparte que tenía con la construcción real, con la profesión, una lejanía cada vez mayor. Concursos, arquitectura dibujada, llenan en una amplia medida la colección de proyectos de los citados, sin que en ningún caso, y por muy programático que el proyecto pretenda ser, se renuncie a la construcción, a convertirse en realidad. (6) (Tal vez debamos colocar, nuevamente, al sector de la arquitectura madrileña que nos ocupa la etiqueta de «idealista», tal y como los catalanes les gustaba hacer, años antes, con la arquitectura de sus compañeros madrileños; aunque hoy también algunas de las jóvenes —nuevas— figuras catalanas sigan, en este aspecto, derroteros semejantes o incluso más acusados.) Pero para explicar otros grupos no basta la Escuela ni las referencias a la cultura internacional, sino que han de surgir de nuevo, y con más fuerza, los maestros locales. Víctor López Cotelo y Carlos Puente reflejan la gran fidelidad que sus propios trabajos guardan a los planteamientos que otras veces comparten en el estudio con Alejandro de la Sota, y en una continuidad con lo que éste y sus contemporáneos entendieron como la ortodoxia del movimiento moderno en su recuperación de los años cincuenta. Ello nos invita a pensar cuánto —no sólo en el caso de Cotelo y Puente— las arquitecturas de los jóvenes son a veces, y a pesar de todo, redefiniciones de las de los mayores. Operación en la que incluso no es ajena la búsqueda de una expresión propia que confía en establecer la continuidad con la tradición moderna local, que, después de confusiones y crisis, puede aún considerarse. Cercano a de la Sota encontramos también a Paco Alonso —que está, sin embargo, ausente de estas páginas—; y, aunque no sea lo presentado aquí lo más claro para entenderlo, huellas sotianas hay en las obras de los Casas, en el edificio de León de Valdés y Vellés, en sus Escuelas de Formación Profesional, y en la mayor parte de las obras del grupo. El magisterio de Oíza sigue pesando con fuerza sobre este grupo, sin que existan referencias directas a la diversa obra del maestro. Sobre el pabellón para Icona —de L. Sarda y Vellés— parece gravitar aún, no obstante, aquella interpretación del espacio moderno —miesiano— de Sáenz de Oíza y Romaní en la capilla del camino de Santiago del año 54, reelaborando aquella antigua intuición y cerrando un nuevo círculo con los mayores. (En el chalet de López Peláez, Frechilla y Sánchez hay un nuevo recuerdo, al menos si nos empeñamos en verlo, de un antiguo de la Sota, pero es hasta aquí donde su influencia llega.) La fidelidad al movimiento moderno —a la interpretación que de éste hicieron los maestros de la recuperación de los cincuenta—, la asimilación de las tendencias internacionales que puedan clarificar el papel y los medios de la disciplina, el apoyo en la propia tradición de lo nuevo, y una distinta óptica sobre la historia (7) son algunas características —no siempre comunes— de muchos de los presentados. Ello en una actitud de rearme y de experiencia, lejana de cristalizaciones definitivas, si es que llegan a tener lugar, aunque no exenta de tentaciones programáticas. (El ascendiente —inédito— de las obras de Francisco Cabrero, el del Cano de la calle Basílica, el del Moneo de Bankinter, matizan lo dicho añadiendo nuevas referencias que sirven esta vez para los algo más jóvenes: aquellos que tenían más lejanas las ya citadas. Pero ni a través de estas u otras precisiones semejantes podremos encuadrar los trabajos de Junquera y Pérez Pita, por ejemplo. Participando de la confianza en la arquitectura y en su ejercicio, más parece que en lugar de tener precisas referencias con respecto a los maestros madrileños representan la supervivencia de algunos de sus aspectos: de sus papeles como profesionales, ante todo; de la teórica desconfianza hacia el academicismo que parece aún invadir la conciencia de todo arquitecto «moderno» de Madrid; y del horror a que cualquier teoría o sistemática pueda frenar el papel artístico que para su arquitectura se reclama, o impedir el principal medio desde el que ésta se configura: los ingredientes diversos que se recogen de las arquitecturas que interesan — incluidas aquellas que podemos llamar disciplinares— para ser utilizados en tal configuración. El eclecticismo, en fin, muy propio de la cultura madrileña y desde el cual —desde la apropiación de lenguajes diversos o ajenos para configurar un proyecto cuya disposición nace de premisas distintas— podríamos recordar ilustres y antiguas personalidades de la ciudad que no hacen ahora al caso. Pues lo más inmediato para este equipo es su directa relación con Corrales: el papel en cierto modo afín que — realizadas las oportunas salvedades— pueden representar como arquitectos, como alejados de lo teórico, como profesionales en suma. Y, así, su mayor deuda con los años sesenta.) Mediante otros nombres aún podríamos volver a cerrar ciclos internos de relaciones; pero no es la tesis del retorno ni la tentación de definir una historia que de modo determinista parezca explicar los proyectos, aquello que nos mueve: tan solo evidenciar, volver concretos algunos trazos de aquella historia capaces de iluminar una serie de trabajos que no agotan en ellos su lectura. Más cuando hay todavía algunos autores que no tienen fáciles referencias con lo madrileño: aquellos que exhiben con más claridad los códigos y decisiones formales popularizados por el neoracionalismo, en el que se reconoce a la tendencia la posición teórica principal, pero que en Madrid fue a veces asumido en posiciones próximas a la manera neo-Terragni, a los «Five», al racionalismo idealista. Son las arquitecturas de Campo, de Fauquié, e, incluso, de Partearroyo, que tal vez recogen —aunque no sea lo único que hagan— lenguajes valorados al calor de las teorías y del hincapié en la disciplina para proponerlos como ejercicios de estilo, como nuevo pretexto artístico. Si es así, interpretar los estilos —las tendencias que suponen una idea completa de arquitectura— como códigos figurativos que permiten realizar el proyecto, es algo también propio de la tradición madrileña que — casi nos atreveríamos a decir que desde muy antiguo —recogía y agotaba las diferentes tendencias consumiéndolas en una interpretación casi exclusiva como medio formal. Con ello también las arquitecturas más abstractas con respecto a Madrid, más internacionales, acaban igualmente prendidas en esta red de lo madrileño, en esa cualidad local que para Madrid tantas veces ha sido considerada como inexistente, y que, a la hora de escribir estas notas, ha aparecido sin embargo con tanta fuerza. Madrid, primavera de 1978 (1) En 1957 el ministro Rubio introducía un plan, unificador de las Escuelas Superiores y Especiales (de Arquitectura e Ingeniería) como Escuelas Técnicas Superiores, en el que desaparecían los antiguos ingresos, cursándose los cinco años de carrera después del Selectivo de Ciencias y el curso de Iniciación. Dentro de las nuevas ambiciones de los años 60, el ministro Lora Tamayo introduce el Plan 1964, en el que desaparece todo curso previo para pasar directamente a los cinco años de carrera. El primer curso —el segundo, incluso— actúan de dura selección, pero el ingreso como tal ha desaparecido. En 1964 se matriculan en la Escuela de Madrid unos mil alumnos del nuevo plan que pasan a ser dos mil al año siguiente (pues se duplican al alcanzar segundo curso sólo unos cincuenta alumnos). La, hasta entonces, desconocida juventud de los alumnos del 64 (y los notorios cambios de actitud que conllevaba) dio lugar al popularizado nombre de "plan yé-yé», que, al margen de su fortuna, era expresivo de la diferencia percibida. (2) El decano del grupo era Oíza, precursor de tantas cosas. Baste recordar algo más antiguo y no directamente conocido por nuestros autores: los famosos cursos de Instalaciones dados por Sáenz de Oíza con todo rigor, pero contestando además la esclerótica actitud de la Escuela al enseñar en realidad proyectos desde un entendimiento técnico-moderno de la arquitectura. Puede decirse que el momento en que tal actitud se consolida institucionalmente —poniendo, pues, oficialmente en duda la vieja Escuela— es cuando, años después y pagado algún fracaso, Sáenz de Oíza pasa, en el plan 64, a dirigir una Cátedra de Proyectos. (3) La contestación radical, los ecos de la revolución de Mayo, llegan a la Universidad madrileña en octubre del 68, protagonizando aquel curso hasta el cierre de los centros y el estado de excepción en febrero del 69. Javier Carvajal —como Jefe de Estudios de la Escuela— encuentra este panorama el curso que consigue establecer su «Escuela» en el Plan nuevo. Y aunque Carvajal es contestado por motivos ideológicos— y aunque entonces representaba a la línea escolar más progresiva— su alternativa escolar es, si no asumida, sí respetada por el alumno radical y la masa que le sigue; de hecho, la contraposición enseñanza académica-enseñanza moderna, punto clave de la alternativa del grupo de "Nueva Forma», era de algún modo considerada por el alumnado como pertinente dentro de la situación general, defendiendo o valorando positivamente aquella opción y los hombres que la encarnaban. Ello da idea, no tanto del confusionismo e ingenuidades de la situación cuanto de la superposición en ella de problemas que correspondían a distintas etapas, a distintos retrasos de la situación madrileña. Dentro de los muchos conflictos, el director (Rafael F. Huidobro) desautoriza la posición de Carvajal (y de su «Escuela») al apoyar frente a los alumnos la enseñanza académica del dibujo y atacar las Cátedras modernizadas, lo que provoca la dimisión de Fernández Alba —figura en la que la Escuela de Madrid, como se recordará, veía su máximo eje— y la de Feduchi y de la Mata, encargados de Dibujo Técnico. Este importante conflicto aumenta la contestación que continúa hasta que la Escuela está casi completa y únicamente volcada en asambleas generales de alumnos que rechazan la totalidad de la estructura escolar y discuten —también con algunos profesores— la alternativa. Febrero trae el estado de excepción y el cierre de la Universidad. La Escuela se abrirá más tarde con Víctor D'Ors como director y Carvajal reducido a su papel de Catedrático. (4) Juan Daniel Fullaondo —que dejó calladamente la Escuela algo antes que Alba, tal vez previendo la quema— era el director de «Nueva Forma» y la persona más intelectualmente atada a los presupuestos de los años sesenta, a la posición zeviana sobre la arquitectura. Su instinto fue siempre, sin embargo, superior a tal yugo, como continuamente reflejaba la revista que no por ecléctica dejó de dar noticia de muchos de los nuevos intereses arquitectónicos de los primeros años setenta. "Nueva Forma», debida prácticamente al esfuerzo personal de Fullaondo fue en Madrid —en España— un instrumento fundamental de información, al que la Escuela de Madrid debe de reconocer su gran deuda. (5) La posición zeviana de Fullaondo no era, desde luego, el mejor medio para informar de la Italia que ahora interesaba. Nueva Forma cumplió sin embargo algo de este papel al publicar en 1973 el Cementerio de Módena, por ejemplo. Rafael Moneo se "exilia» parcialmente a Barcelona en 1971, con lo que su papel de puente con la cultura italiana no fue en este caso en beneficio de Madrid; tal vez debamos indicar desde aquí el ascendiente que, no sólo en estos temas, tuvo sin embargo Moneo con algunos de los arquitectos que nos ocupan. (6) Es preciso destacar la única excepción a ello: la obra de Juan Navarro Baldeweg, personalidad muy peculiar conectada con los temas y personas de que hablamos, pero tal vez el caso menos representado por la historia que aquí se relata. (7) Algunos trabajos históricos de los últimos años pueden considerarse paralelos —o iluminadores— de los intereses de esta generación. Entre ellos destaca la dedicación de Carlos Sambricio, historiador no arquitecto y personalidad en cierto modo afín al grupo de los autores representados.


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