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La Evolución de la Arquitectura. Respuesta al guardián de los frigoríficos.

| jueves, 30 de abril de 2009

Sigo con textos recomendados. En este caso el contraataque de Ernesto Nathan Rogers en Casabella, al misil lanzado por Banham en "Neoliberty. La retirada italiana del Movimiento Moderno" desde Architectural Review.


LA EVOLUCIÓN DE LA ARQUITECTURA. RESPUESTA AL GUARDIÁN DE LOS FRIGORÍFICOS Ernesto Nathan Rogers Ante el ataque directo de la revista Architectural Review y su colaborador Reyner Banham, Ernesto Nathan Rogers, desde su editorial de la revista Casábella se ve obligado a responder. Su artículo «L'evoluzione dell'Architettura. Risposta al custode dei frigidaires» es cauteloso en la defensa de los jóvenes milaneses del neoliberty y utilizando su maestría y capacidad de discurso Rogers da una clara lección sobre la necesaria evolución de la arquitectura moderna. El rigor y convencimiento de la respuesta de Rogers está claramente por encima de las divagaciones y provocaciones de Banham. Según Rogers sería absurdo que la mirada hacia el pasado próximo sólo se pueda dirigir hacia el Movimiento Moderno y no hacia lo que podríamos llamar la prehistoria de lo nuevo. Ernesto Nathan Rogers (1909-1969). «L'evoluzione dell'Architettura. Risposta al custode dei frigidaires» Casabella, Milán, 1959. Fue recogido en la recopilación de Ernesto N. Rogers Editoriali di Architettura, Einaudi, Turín, 1968, págs. 127-136. Hay sensaciones que uno no logra quitarse de encima, como la de los olores ligados a ciertos pensamientos, de la que nos habla Proust. Así, al leer el artículo de Mr. Banham aparecido en Architectural Review, no puedo evitar que aflore a mi memoria el simpático pero decadente pub de estilo Victoriano con las cajas de «stuffed fishes» y demás adminículos de rigor, reconstruido en el comedor de la sede de la revista inglesa: una manera de recuperar la historia mediante las imágenes de una determinada sociedad, de condescender meticulosamente hasta el agotamiento de su gusto con los ejemplares más rebuscados, polvorientos e incluso condenables. Es probable que este pub signifique sólo el límite negativo de una actitud cultural en la que la revista se ha empeñado con inteligencia y seriedad incomparables; pero, evidentemente, cualquier batalla trabada con tanta insistencia debería implicar, al fin, algún valor crítico antes de que todo quede enteramente clarificado. Sería poco generoso creer que, por errores posibles o comprobados, habría de condenarse la acción en su totalidad y decir sin más que los responsables de la misma se han olvidado completamente de otros problemas, más significativos aún para la formación de la concien- cia arquitectónica contemporánea. Architectural Review y Casabella son, desde el punto de vista cultural, las revistas más comprometidas del mundo; las más audaces y, por consiguiente, las más expuestas. Se podrán aceptar o rechazar algunas de sus posturas, pero nadie que las examine sin cerrazón negará que ambas contribuyen valiosamente aportando descubrimientos críticos, profundizaciones y propuestas para un planteamiento más válido de la arquitectura, rompiendo los esquemas del formalismo moderno. Me gustaría que quien hablase de nosotros y de la arquitectura italiana empleara un lenguaje igualmente respetuoso, no tomase luciérnagas por farolas, no viniese con enredos, no se contentase con afirmaciones improvisadas y, en cualquier caso, superficiales y expeditivas. Es, pues, desagradable que precisamente la revista por la que hemos demostrado tanto respeto como para dedicarle un ensayo (Matilde Baffa, L'architettura al vaglio di una rivista inglese, «Casabella», núm. 220) preste sus páginas a un editorial como el de Mr. Banham, Neoliberty-La retirada italiana de la arquitectura moderna. El editorial no puede tratarse como se trata cualquier otro artículo, pues es costumbre que en él se exprese la voz responsable; es el texto donde las convicciones de una revista adquieren carácter oficial. Evidentemente Mr. Banham, olvidando el medio en que actúa, cree su deber acusar a quienes han considerado «los monumentos que quedan del Art Nouveau hasta un grado de minuciosidad significativo de algo más que un interés histórico. Se han descrito e ilustrado obras de Gaudí, Sullivan y D'Aronco, Horta y la Escuela Vienesa, en particular, incluso con los diseños originales y los colores de sus exteriores, acompañados de textos mucho más laudatorios y retóricos que ilustrativos o explicativos». Si los textos son retóricos, no tenemos razón, como no la tendríamos, por ejemplo si hubiésemos escrito lo que se lee en el editorial de L'Architettura (núm. 37, noviembre 1958, pág. 349): «El racionalismo, enfervorizado con la prodigiosa metamorfosis de Ronchamp, comete aquí su sutil, virtuoso y desfallecido suicidio: setenta y dos años más tarde, Mies Van der Rohe ha ganado la partida. Hay que partir de este dato para juzgar los diversos problemas del lenguaje contemporáneo: la inspiración en el liberty, el formalismo de la escuela de Milán, la titubeante investigación de Scarpa y el brutalismo de D'Olivo, el empirismo genial de Gardella en Venezia. Principios, tentativas, experimentos discutibles todos pero vivos, actuales, indicadores de una posibilidad de relanzamiento de la arquitectura moderna. Dejando el respeto debido a Mies en el luminoso mausoleo del racionalismo, vayamos a beber con estos amigos, tanto menos perfectos y respetables, a veces hedonistas y disolutos, pero que tienen al menos la osadía de continuar una tradición que fue hasta ayer la de Mies, la tradición del anticonformismo». Para nosotros, en cambio, el Movimiento Moderno no está en absoluto muerto: nuestra modernidad consiste precisamente en llevar adelante las tradiciones de los maestros (comprendida, por supuesto, la de Wright). Pero ser sensibles a lo bello (y no sólo al valor documental) en algunas manifestaciones que no contaban con suficiente aprecio es, sin duda, algo que nos honra. Y así, nos honra el haber situado en su momento histórico y haber ac- tualizado ciertos valores dejados a un lado por la necesidad de otras luchas. Mr. Banham se engaña al creer que ha encontrado (probablemente en los cajones polvorientos de aquellos muebles Victorianos) la llave mágica con que abrir las puertas de la historia, a donde ha acudido para desviar el flujo hacia sus personales estanques en los que cría murenas dispuestas a chuparnos la sangre. Se diría que para él está más justificado usar un viejo Ford que un caballo porque el Ford aparece después de la revolución maquinista, mientras que el caballo es obviamente anterior: esta comparación podría inferirse del planteamiento convencional de todo el artículo, donde se sostiene que, imitación por imitación, son más aceptables los arquitectos que en la actualidad remedan a De Stijl que no los que aceptan el liberty, pues en el caso de aquél «se trata al menos de formas creadas después de la divisoria» entre nuestra época y un pasado ya concluido. En otras palabras, es mejor robar cinco liras que diez. He repetido tantas veces que «formalismo es cualquier uso de formas no asimiladas: las antiguas, las contemporáneas, las cultas o las espontáneas» (Casabella, núm. 202). Por el contrario, la vuelta crítica, meditada, a la tradición histórica es útil para un artista cuando se niega a aceptar de manera mecánica ciertos temas. Para Mr. Banham, en cambio, parece que en el concepto de historia se da el determinismo de las formas según una línea de evolución abstracta. De ahí su tendencia a impartir absoluciones y excomuniones que sólo pueden momificar la realidad. No es menos rechazable su sistema de elevar nuestras pobres personas a tanta altura que nos hace vacilar, para después arrojarnos tan abajo que resultamos irreconocibles. E incluso alguien como yo que, por coherencia con sus principios sobre la libertad de opinión, es proclive a reflexionar con cualquier crítica, no está dispuesto a soportar las que, como ésta, son inconsecuentes no sólo en la evaluación de los hechos sino incluso en la exposición de los mismos, que exigirían una información bastante más precisa y, sobre todo, unas citas más correctas. Personalmente no considero suficiente halago ser calificado como «la figura heroica de la arquitectura europea de los últimos cuarenta años y los primeros cincuenta», si a continuación se me tiene (junto con Belgiojoso y Peressutti) por uno de los responsables del montaje de la sección italiana del industrial design en 1958 en Londres (con obras de Albini y otros colegas eclécticos) «que parecía ser poco más que un himno en loor del gusto borghese milanés más remilgado y pusilánime». He respondido porque, a pesar de todo (y, sin duda alguna, debido a la autoridad de la revista en que aparece), el artículo, al tratar con tanta prosopopeya de las cosas italianas, ha levantado entre nosotros cierto alboroto; he respondido porque soy el gran condenado y porque han citado a mis dos socios; porque es necesario desembarazar el discurso de un prejuicio nominalista, el del Neoliberty, mediante el cual, según la extemporánea clasificación típica de Banham, se meten en un mismo saco arquitectos de distintas edades, responsabilidades y tendencias, y, en fin, porque, si se admite la amplitud del título, se debería incluir en él a todos cuantos intentan escapar de lo que quisiera llamar con el nombre que le corresponde, a saber, conformismo y formalismo: el silencio que se mantiene, por ejemplo, acerca de Gardella, Ridolfi, Michelucci, Albini o Samonà, genera confusión en la ya gran confusión de lo dicho. Respondo porque no quiero que se me acuse de posturas que no hemos tomado. Respondo, en fin, porque al refutar las afirmaciones de otro, espero dar a entender que no me dejo arrullar en el «tout va très bien, madame la marquise» sino que más bien me preocupa, al menos tanto como a Mr. Banham, cierta moda peligrosa de la arquitectura italiana de cuyo análisis no pretendo hurtarme en lo que respecta a mi responsabilidad en calidad de artista, crítico y docente. Mr. Banham se declara desencantado porque en la posguerra había puesto muchas esperanzas en nosotros (sobre todo en nosotros, los milaneses), habiendo incluso creado un mito donde situarnos. Pero, ¿quién cumple, para él, esas «ilusiones»?; unos arquitectos romanos: Moretti y Vagnetti. En especial el primero. El mismo, previendo nuestra reacción, afirma que supuestamente habríamos reaccionado ante esta interpretación suya. Es evidente que el formalismo hábil pero veleidoso no sólo no es un exponente de las supuestas metas que no hemos alcanzado sino que niega además los supuestos teóricos y sobre todo morales de nuestra lucha, que huye del esteticismo y del juego intelectualista. Por lo que respecta a las obras de los arquitectos jóvenes: no es verdad que Casábella haya publicado las de Aulenti, del grupo de Novara, Gregotti, Meneghetti, Stoppino, así como de Gabbetti e Isola «con evidente beneplácito editorial», pues, si es obvio que en esta revista no aparece nada sin mi consentimiento en cuestiones de imprenta, sí he manifestado abiertamente mi crítica precisamente acerca del valor tendencial y finalista de esos productos, limitándome a considerarlos ejemplos significativos de algunos jóvenes lo suficientemente inteligentes como para reaccionar ante el formalismo modernista. Así pues, si se les quisiera achacar el haberse dejado guiar, tras un impulso correcto, de una polémica negativa, además de una acción de reelaboración positiva igualmente necesaria, tal actitud correspondería exactamente a mis ideas expresadas en Casabella, núm. 215 («Continuità o crisi?»). Pero no es esto lo que Mr. Banham sostiene, haciendo también una poda tan imprecisa como infiel del artículo de Aldo Rossi Il passato e il presente nella nuova architettura, que con claridad y honestidad critica a sus amigos en aquel preciso punto en que Banham lo presenta como una especie de demagogo del espíritu burgués. Por otra parte, en ese mismo número de Casabella, núm. 219 Aldo Rossi (Una crítica che respingiamo), al hacer la crítica del libro de Hans Sedlmayr contra el arte moderno, subrayaba la diferencia entre una crítica reaccionaria y otra progresista al Movimiento Moderno, interpretando una posición difundida entre los jóvenes en Italia: «El rechazo de los valores del mundo moderno implica necesariamente una nueva barbarie, porque en cualquier caso hoy en día no es posible prescindir de cuanto ha caracterizado a la Europa de estos últimos años... En esencia el motivo decisivo de desacuerdo sigue siendo el que este tipo de crítica no mantiene una perspectiva de desarrollo, una alternativa en la cultura moderna, sino que se presenta como negación de la misma». Todas las alternativas o procesos que hemos apoyado se han situado siempre en la cultura moderna; por eso nuestra tarea es fatigosa y difícil. ¿Por qué Banham, que pretende pasar por experto en asuntos italianos, no ha procurado leer más y mejor en vez de insistir en sus definiciones de los «milaneses» y los «turineses», con demasiado regusto a tópico? Tampoco son lo mismo Gabetti-Isola que los demás, pues si la definición de Neoliberty puede aplicarse a la Bottega di Erasmo (y a otros productos de otros jóvenes que despuntan aquí y allá por Italia), tal definición se aplicaría, sólo que inútilmente desfigurada, a los diversos grupos cuya nostalgia, más quizá que hacia el liberty, se encamina hacia el expresionismo holandés (en el caso de Aulenti) o hacia el eclecticismo boitiano y berlanghiano (en el caso de Gregotti y compañía). En cuanto a las obras de la Cooperativa de arquitectos e ingenieros de Reggio Emilia, no son en absoluto neoliberty y casi podrían considerarse ejemplos de current architecture. Y tampoco los son Figini y Polini; esto es obvio, incluso cuando se permiten buscar soluciones naturalistas. Si su tono no me indujera a polemizar, encontraría alguna cosa útil en las alarmas expresadas por Banham, pero lo poco de sano que se puede hallar en sus observaciones y que fácilmente podría ser compartido —al menos como apuntes de temas que se deberían profundizar— termina por corromperse en lo tortuoso de su discurso. Tanto es así, que la acusación generalizada contra las manifestaciones más recientes va más allá del Movimiento Moderno, no sólo del italiano, y, revelando una incomprensión coriácea de tantos acontecimientos fundamentales, incluye las amplias posibilidades evolutivas de toda la historia internacional. Si le hacemos caso, habremos de pensar que en la arquitectura italiana «era muy normal que se sintiera la encubierta influencia de Marinetti (a quien en cierta ocasión Sartoris reconoció en una publicación como patrono del movimiento)». Pero, ¿qué nos importa que lo diga Sartoris? Uno, con su vista tan poco aguda, deforma todo lo que ve: «En esta pequeña área se practicaba lo "moderno" como un estilo, ya que no podía practicarse como una disciplina global —según demuestra brillantemente el formalismo literalmente vacío de la Casa del Fascio de Terragni en Como—». ¿No ve Banham la coherencia entre forma y contenido y no tiene noticia de cómo luchó Terragni con su obra para dar (engañado, por desgracia) un contenido y una forma moral al fascismo? ¿Y por qué murieron Pagano, Banfi y Labò sino porque su disciplina de artistas no podía dejar de oponerse a las reglas de la dictadura? Banham debería haber reconocido con mayor sutileza lo que ya observaron más de una vez nuestros escritores: la lucha continua y dramática de la cultura en general, con las circunstancias de la sociedad italiana (antes, durante y después del fascismo); de ahí podría haber deducido la dificultad que tiene el arte para identificarse con la vida: la relación dialéctica, el tenaz duelo amoroso, las conquistas, las incomprensiones, los rechazos, las deudas pagadas. Habría intuido entonces uno de los aspectos más interesantes de nuestra historia: el hecho de que la arquitectura itialiana es, en sus ejemplos más válidos, un acto moral y un instrumento de lucha política, al menos implícitamente. Instrumento variable en sus éxitos, como toda la historia política de las tendencias progresistas en Italia, pero no por ello, sin duda, desdeñable o condenable. Tras la guerra de liberación y el estupendo período de lucha partisana parecía que el mundo, Europa, Italia, resurgían para nacer a una vida definitivamente mejor y nos nutrimos de esperanzas, imaginándonos que representaban la realidad, si bien hemos de admitir que se trataba siempre de nuevas utopías. A partir de entonces toda la sociedad italiana —la progresista y consciente— se esfuerza por no quedar encallada en los bajíos de la oficialidad. Y el hecho de que a veces sea una arquitectura más cargada de sentimiento que de razón no se debe a una retirada de los arquitectos. ¡Muy al contrario! Se trata de una lucha contra la corriente. Habría que ver lo que ocurre en los despachos municipales y ministeriales y cómo siempre la pequeña parte de quienes creen en el arte ha de apretar los dientes para abrirse camino más allá de las barricadas. No es casualidad que Ridolfi, Gardella, BBPR, Albini, Samonà, Michelucci, Piccina- to, por nombrar algunos de los más decididos defensores de la modernidad, no hagan ya lo que hacían y que, precisamente por eso, sean consecuentes. ¿Se lo ha preguntado alguien? No se puede, ciertamente, pensar que estas personas y muchas otras se hayan convertido todos a la vez en unos irresponsables, hasta el punto de abdicar de las conquistas tan fatigosamente logradas. Su fuerza ha sido precisamente la de haber entendido el Movimiento Moderno como «revolución continua», es decir, como desarrollo continuo del principio de adhesión a los contenidos cambiantes de la vida. Progresivamente la polémica se enriqueció y, por consiguiente, las exigencias se hicieron más sutiles y más difíciles, por tanto, los resultados formales, pues intentaban incorporar un número de propuestas cada vez mayor: la ampliación de la problemática arquitectónica y el resultado inmediato de la meditación crítica, la revisión historicista de todos los períodos de la historia y, sobre todo, los más inmediatos en el tiempo, tergiversados por la oposición normal nacida del cambio dialéctico generacional. El liberty se entendió mejor (¿y por qué no?) donde aún quedaban energías por recoger y analizar. El hecho de que el estilo liberty no deba considerarse sólo en su definición histórica, como progenitor de la modernidad, sino en los valores que de por sí tiene, responde a una constatación tan necesaria que ya en mis tiempos de estudiante la había desarrollado en una tesina de licenciatura. ¿De qué nos habríamos de asustar? Indudablemente, es necesario fijarse en las experiencias del pasado (en todas), sin dejarse, por supuesto, engatusar, como por desgracia —soy el primero en reconocerlo— le sucede a más de uno. Este complejo proceso de revisión, por lento y laborioso, ha sido malentendido por los menos preparados, para quienes supuso una conmoción; pero, en cualquier caso, se ha de reconocer que puede haber hecho pasar por alto, incluso a los mejores, algunos componentes culturales (como la tecnología) a los que en otros momentos se había prestado más atención. Pero el progreso es el resultado de op- ciones y de suspensiones del juicio que pueden en cualquier momento pecar de insuficiencia. El progreso se paga también con algunos errores, pero estoy convencido de que de algunos peligros en que incurre la arquitectura italiana nace la comprensión, prescindiendo del aguijón jactancioso de Mr. Banham en su papel de guardián de los frigoríficos, quien cree, además, que «la revolución doméstica comenzó con las cocinas eléctricas, los aspiradores, el teléfono, el gramófono y todos los demás objetos mecanizados que ayudaban a llevar una vida agradable y que todavía siguen invadiendo el hogar y han alterado de manera permanente la naturaleza de la vida y el sentido de la arquitectura doméstica». Puestos a ello, yo habría añadido la «batidora», que serviría para hacer un estupendo cocktail con las demás revoluciones que, según él, tienen sus «hitos» en «la Fundación del Manifiesto Futurista, el descubrimiento en Europa de Frank Lloyd Wright, la publicación de Ornamento y delito de Adolf Loos, la lectura de Hermann Muthesius ante el Congreso de la Werkbund en 1911, las realizaciones de la pintura netamente cubista, etc.». Sólo le falta un poco de sal. Estoy convencido, no obstante, de que la experiencia vivida ha sido útil. Tan útil que, a pesar de todo, la crítica y la producción arquitectónicas italianas han avanzado algunos pasos que en muchos países están aún por darse. Los darán, sin duda, y quizá en una dirección distinta, según lo sugieran las condiciones culturales y económicas concretas, pero no creo que nuestra experiencia, de una decidida conciencia histórica, de la unidad necesaria de la cultura en el orden espacial y temporal —relación de las nuevas obras con el entorno ya existente— sea de poca monta ni se deba descartar tan superficialmente. No presumimos, en absoluto, de ser los únicos en ir hacia adelante; ejemplos bastante más luminosos nos llegan de los maestros: Le Corbusier creó Chandigarh, con ecos de toda la India; Gropius, la Embajada norteamericana en Atenas, inmersa en la historia griega; Mies, un «monumento», con su rascacielos de Park Avenue en Nueva York, y Wright había diseñado, antes de su muerte, obras que, aun estando totalmente en consonancia con su es- píritu, no podían reducirse a la letra de tantas declaraciones anteriores suyas. Ninguno se detuvo; para los maestros mismos podríamos parafrasear, a modo de paradoja, el aforismo de Nietzsche: «Poco mérito tiene el maestro que es su propio discípulo». Esto, a nuestra escala, se nos puede aplicar aún con más propiedad a nosotros, que no queremos petrificarnos en un dogmatismo servil. Si todo cuanto se sale de los moldes de un modernismo escolástico o no cae por evasión irreflexiva en las bravatas formalistas fuese Neoliberty, estaríamos en una buena y gran compañía. Pero, si el Neoliberty es precisamente aquella tendencia que recalca el liberty mismo, se tratará de situar en su marco justo un pequeño cuadro cuyas figuras están representadas en Italia por algunos jóvenes arquitectos, que son suficientemente conscientes —así lo espero— como para no creer que en ellos se resume toda la arquitectura italiana. Y aún podríamos augurar que pronto se darán cuenta de algunos equívocos inútiles en que han incurrido. Para concluir quisiera invitar a Mr. Banham, quien, según creo, conoce mejor el inglés que el italiano, a leer directamente a Ruskin (The Poetry of Architecture), un gran inglés, sin recurrir a la periclitada interpretación de Marinetti, que fue un «revolucionario» fascista, muerto con el birrete de la Academia: «Consideramos la arquitectura de las diversas naciones tanto en relación con los sentimientos y costumbres de cada una, como en relación con el paisaje en que se halla y con el cielo bajo el cual surge». Seguro que encuentra alguna idea sobre la evolución de la arquitectura. Milán, junio de 1959 NOTA.—La estima que conservo por Mr. Banham no me ha impedido atacarlo sobre el mismo terreno, ya que imprudentemente había deducido consecuencias extremas de premisas incompletas. El lector riguroso podrá releerse el artículo «Neoliberty. La retirada italiana de la arquitectura moderna» publicado en Architectural Review núm. 747, abril de 1959.


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